Continuación...
4. Monseñor Romero
4.1. Los hechos
El caso de Monseñor Romero ocupa un lugar especial en el informe de la Comisión de la Verdad. No sólo es un hecho individual que conmovió a la sociedad salvadoreña y a la sociedad internacional, según afirmación del propio informe, sino que está seleccionado como el caso que ejemplifica "el patrón sistemático de violencia" de los escuadrones de la muerte.
La Comisión comienza su descripción del caso diciendo que "Monseñor Romero se había erigido en un reconocido crítico de la violencia y la injusticia y, como tal, se le percibía en los círculos civiles y militares de derecha como enemigo peligroso. Sus homilías irritaban profundamente a estos círculos por cuanto incluían recuentos de hechos de violaciones de derechos humanos".
Antes de su asesinato hubo agresivas campañas de prensa contra su persona, especialmente publicadas en El Diario de Hoy. Se le llamaba "Arzobispo demagogo y violento... (que) estimuló desde la catedral la adopción del terrorismo". O, incluso, un mes antes de su muerte se decía, teniéndole a él en cuenta, que "será conveniente que la Fuerza Armada empiece a aceitar sus fusiles".
Antes de su muerte recibió numerosas advertencias y amenazas de muerte "y en virtud de esa situación prefirió que sus colaboradores no lo acompañasen en sus salidas, para evitar riesgos innecesarios". Pocos días antes de su muerte, cerca del altar mayor, se encontró una bomba. Y, finalmente, el 24 de marzo de 1980 fue asesinado mientras celebraba Misa en la Capilla del Hospital de la Divina Providencia. El tirador disparó una sola bala desde fuera de la Capilla, sin salir del automóvil.
Tras la exposición de pruebas, el informe termina asegurando que "existe plena evidencia de que el Mayor Roberto D'Aubuisson dio la orden de asesinar al Arzobispo y dio instrucciones precisas a miembros de su entorno de seguridad, actuando como escuadrón de la muerte, de organizar y supervisar la ejecución del asesinato". Participan también en el asesinato dos capitanes. La Corte Suprema, posteriormente, asume un rol activo impidiendo la extradición de uno de ellos desde Estados Unidos a El Salvador con el fin, o al menos el resultado, de encubrir el asesinato de Monseñor Romero.
4.2. El pensamiento de Monseñor Romero
Para lo que nos interesa dividiremos esta exposición en apartados muy breves sobre el pensamiento de Monseñor en torno a la situación sociopolítica de El Salvador, y los temas más relacionados con su pensamiento en torno al martirio.
A. La realidad nacional
A Monseñor Romero le tocó vivir una época de creciente y enfrentada violencia en El Salvador. Con el Poder Ejecutivo y el resto de las instituciones estatales controladas por un partido aliado al Ejército, con dos elecciones fraudulentas en 1972 y 1976, con un país con varios años de crecimiento económico ininterrumpido que no hacía sino dejar más patentes las diferencias sociales y con unas organizaciones populares revolucionarias en auge, Monseñor Romero comienza su pastoreo de la arquidiócesis de San Salvador en tiempos recios y difíciles. Poco después de su toma de posesión fue asesinado el primer sacerdote de una larga lista, el P. Rutilio Grande, por su apoyo a los campesinos de la parroquia rural en la que trabajaba.
Ante la violencia institucionalizada, Monseñor Romero tenía que hablar, analizar y proponer. Para él los conflictos tenían una triple base. La idolatría de la riqueza sumía a las mayorías salvadoreñas en una pobreza injusta, violenta en sí misma y fuente de otras violencias. La idolatría de la seguridad nacional, además de que "institucionaliza la inseguridad de los individuos", impedía la participación popular en los mecanismos democráticos que podrían ofrecer posibilidades de cambio social. Y la idolatría de la organización supeditaba valores de personas a valores grupales hasta extremos contrarios a la dignidad de la persona humana. Sobre este último punto añadía que si bien la organización de los pobres es buena, deben evitarse estilos organizativos que no tengan en cuenta los valores personales o procedan despóticamente contra sus miembros.
Frente a esta realidad, Monseñor Romero proponía justicia, diálogo, participación, reparto de la riqueza, escuchar los justos clamores del pueblo... Y todo desde un diáfano pacifismo. La única violencia que admitía era "la violencia del amor, la de la fraternidad, la que quiere convertir las armas en hoces para el trabajo". De hecho, no hubo familia, estuviera en el bando que estuviera, que solicitara ayuda y no recibiera una palabra de apoyo o de mediación, si ésta última era posible, de parte de Monseñor Romero. Desde los sectores populares que pedían libertad de expresión y manifestación, hasta miembros de familias poderosas que acudían al obispo cuando sus parientes eran secuestrados.
B. El problema de la violencia
Aunque Monseñor Romero se ocupó especialmente del problema de la justicia y de los derechos de los pobres, nosotros nos fijaremos más en otra serie de temas, también tratados por él, que tienen relación directa con su interpretación del compromiso cristiano con la justicia en medio de una situación difícil. El primero de estos problemas era la violencia.
Frente a la violencia de la injusticia institucionalizada surgía, cada vez más fuerte, la posibilidad y la doctrina de la necesidad de un cambio violento y revolucionario. Monseñor Romero se desmarcó sistemáticamente de esta posición. "La única violencia que admite el Evangelio -decía- es la que uno se hace a sí mismo. Cuando Cristo se deja matar, esa es la violencia: dejarse matar. La violencia en uno es más eficaz que la violencia en otros. Es muy fácil matar, sobre todo cuando se tienen armas, pero qué difícil es dejarse matar por amor al pueblo". Y repitiendo lo mismo, en una referencia directa a las partes involucradas en el entonces preludio de la guerra civil, insinuaba al mismo tiempo caminos de reconciliación: "Sepan que hay una violencia muy superior a la de las tanquetas y también a la de las guerrillas. Es la violencia de Cristo: Padre, perdónales, que no saben lo que hacen". Y ligando el tema de la violencia con el martirio: "La violencia de la no violencia... Decían que los mártires no era que les faltara valor cuando se dejaban matar, sino que desde su situación de víctimas eran más fuertes y ganaban la victoria de los perseguidos".
C. La persecución
En una situación de pecado social estructural, si la Iglesia es fiel a su misión será necesariamente perseguida. Porque "el pecado salta, como la culebra, cuando es apelmazada". En realidad, la persecución ni siquiera se dirige exclusivamente a la Iglesia o a los cristianos. "La saña de la persecución no es para los hombres sino que termina en Jesús". Y es Jesús el que da la fuerza para resistirla, al mismo tiempo que manifiesta el poder de Dios en la debilidad. Por ello, la Iglesia se embellece con las persecuciones: "No olvidemos hermanos, frente a esta ola de difamación de la Iglesia, que la Iglesia es más bella. Se parece a esas rocas del mar que cuanto más las embaten las olas, las embellecen con chorreras de perlas".
La persecución es nota característica de la Iglesia, porque también fue perseguido su Maestro. De alguna manera le acompañamos y completamos en nosotros, su cuerpo, con profunda esperanza, su pasión. Porque "El no ha pasado solo el túnel doloroso de la tortura y de la muerte; con El va pasando todo un pueblo, y resucitaremos con El". Este compromiso con el Señor lleva a la Iglesia a ser solidaria con aquellos con los que Jesús fue solidario primero. "La Iglesia sufre el destino de los pobres: la persecución. Se gloría nuestra Iglesia de haber mezclado su sangre de sacerdotes, de catequistas y de comunidades con las masacres del pueblo, y haber llevado siempre la marca de la persecución. Precisamente porque estorba, se la calumnia y no se quiere escuchar en ella la voz que reclama contra la injusticia".
D. El martirio
Monseñor Romero comenzó a hablar del martirio después de la muerte del P. Rutilio Grande. Al principio, tal vez sorprendido por una realidad (la persecución religiosa) que nunca había llegado en El Salvador hasta esos extremos de violencia y muerte, repetía la doctrina tradicional. El martirio es una gracia y por ello "todos debemos estar dispuestos a morir por nuestra fe, aunque no nos conceda el Señor este honor". Constata, sin citarlas, las viejas afirmaciones de la Carta a Diogneto, Justino, y Tertuliano, en el sentido de que la muerte de los cristianos es "semilla de vocaciones, semilla de cristianismo, semilla de un florecimiento de la Iglesia"; recuerda que en el martirio hay una victoria de la fe, y que mártir significa ser matado "en odio de la fe". No olvida tampoco citar la bienaventuranza de Mt 5, 10-11, y pone en parangón martirio con presencia del Espíritu Santo, claro recuerdo para nosotros de cómo comenzó a evolucionar el concepto de martirio: "Una Iglesia tan mártir. Una Iglesia tan llena del Espíritu Santo".
Con el paso del tiempo y con el aumento de la muerte en su diócesis, Monseñor Romero comienza a hacer distinciones. Su concepto de martirio comienza a hacerse más histórico. Aunque Monseñor Romero podía interpretar el concepto canónico de martirio con facilidad y rectitud, las acusaciones ante Roma, que después veremos, le llevaban a especificar bien sus ideas sobre temas de posible conflicto. Surge entonces la denominación de "mártires en sentido popular" que Monseñor Romero repetirá incluso 22 días antes de su muerte. Con más de diez sacerdotes asesinados, Monseñor Romero decía: "Son mártires en el sentido popular, naturalmente. Yo no me estoy metiendo en el sentido canónico, donde ser mártir supone un proceso de la suprema autoridad de la Iglesia que lo proclame mártir ante la Iglesia Universal. Yo respeto esa ley y jamás diré que nuestros sacerdotes asesinados han sido mártires canonizados. Pero sí son mártires en el sentido popular. Son hombres que han predicado precisamente esta incardinación con la pobreza. Son verdaderos hombres que han ido a los límites peligrosos de la U.G.B., donde se puede señalar a alguien y se termina matándolo como mataron a Cristo.
Estos son los que yo llamo verdaderamente justos. Y si tuvieron sus manchas, ¿quién no las tiene, hermanos?... Los sacerdotes que han sido matados también fueron hombres y también tuvieron sus manchas. Pero el hecho de que les quitaran la vida y no haber huído, no haber sido cobardes y haberlos situado en esa situación de tortura, de sufrimiento, de asesinato, para mí es tan valioso como un bautismo de sangre. Y se han purificado. Tenemos que respetar su memoria".
Asumir el dolor del pueblo, en su búsqueda de libertad y dignidad, es incorporarse al sacrifico de Cristo. "Los mártires, los héroes de las grandes batallas de la tierra, si han puesto su confianza y su esperanza en Dios, vencerán aun cuando aparentemente no haya más que una muerte silenciosa en el dolor y la ignominia".
Y como si presagiara su propio destino, de nuevo 22 días antes de su asesinato, vuelve a hablar del auténtico triunfo de los mártires. Ellos no se han apartado de la historia. Al contrario, están más presentes y son garantía de futuro. Ellos, desde el Reino que "los perfecciona en el amor, siguen amando las mismas causas por las cuales murieron. Lo cual quiere decir que en El Salvador esta fuerza liberadora no sólo cuenta con los que van quedando vivos, sino que cuenta con todos aquellos que los han querido matar y que están más presentes que antes en este proceso del pueblo".
Esta concepción del mártir como persona viva que construye Iglesia y permanece actuando en el Pueblo de Dios, la desarrolla Monseñor Romero al hablar de su propio y posible asesinato. Aunque en extenso, merece la pena dejarle hablar: "He sido frecuentemente amenazado de muerte. Debo decirle que como cristiano, no creo en la muerte sin resurrección. Si me matan resucitaré en el pueblo salvadoreño. Se lo digo sin ninguna jactancia, con la más grande humildad.
Como pastor estoy obligado, por mandato divino, a dar la vida por quienes amo, que son todos los salvadoreños, aun por aquellos que vayan a asesinarme. Si llegaran a cumplirse las amenazas, desde ya ofrezco a Dios mi sangre por la redención y resurrección de El Salvador.
El martirio es una gracia de Dios que no creo merecer. Pero si Dios acepta el sacrificio de mi vida, que mi sangre sea semilla de libertad y la señal de que la esperanza será pronto una realidad. Mi muerte, si es aceptada por Dios, sea por la liberación de mi pueblo y como un testimonio de esperanza en el futuro. Puede usted decir, si llegaran a matarme, que perdono y bendigo a quienes lo hagan. Ojalá así se convencieran que perderán su tiempo. Un obispo morirá, pero la Iglesia de Dios, que es el pueblo, no perecerá jamás".
Monseñor Romero decía: "Son mártires en el sentido popular, naturalmente. Yo no me estoy metiendo en el sentido canónico, donde ser mártir supone un proceso de la suprema autoridad de la Iglesia que lo proclame mártir ante la Iglesia Universal.
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