Continuación....
Además de la tesis iluminadora de K. Rahner sobre este punto (Sentido teológico de la muerte, Herder, Barcelona 1965, 88-128), hay que señalar los siguientes aspectos ulteriores:
a) La /muerte constituye un acontecimiento que determina la vida de cada uno y que forma la historia personal. Se sitúa como elemento significativo para el discernimiento de la verdad sobre uno mismo y sobre todo lo que realiza; en una palabra, la muerte toca al hombre en su globalidad, es un hecho universal; nadie queda excluido.
Sin embargo, la muerte no es un simple dato biológico ante el que cada uno ve la parábola de su propia vida; es algo más, ya que precisamente en ese momento se descubre que uno no está hecho para la muerte, sino para la vida. La negativa a verse desaparecer con la desaparición física de sí mismo hace comprender cuán esencial es para la persona el enfrentamiento consciente con este acontecimiento, a pesar de que nos gustaría borrarlo de nuestra propia mente.
b) La muerte constituye también un misterio que desborda infinitamente al hombre y ante el cual se alternan las reacciones más diversas: el miedo, la huida, la duda, la contradicción, el deseo de querer saber más, la desconfianza, la serenidad, la desesperación, el cinismo, la resignación, la lucha.
En la muerte cada uno juega su carta definitiva, ya que se ve obligado a esa "partida de ajedrez" (cf el filme significativo de Bergman El último sello) que ya no puede diferirse más y que al foral se busca como algo necesario e improrrogable.
Por este motivo se puede afirmar que también el mártir, más aún, sobre todo el mártir, revela su libertad plena ante la muerte precisamente cuando parece que no queda ya ningún espacio para la libertad.
En efecto, puesto ante la muerte, el mártir sabe dar el significado supremo a su vida, aceptando la muerte en nombre de la vida que le proviene de la fe. Por consiguiente, el mártir, a pesar de estar condenado a morir, escoge la muerte; para él morir equivale a escoger libremente entregarse a sí mismo, plena y totalmente, al amor del Padre. El mártir sabe que su aceptación de la muerte, con este significado, corresponde a liberarse a sí mismo de una vida que, fuera de ese horizonte, se quedaría sin sentido.
Finalmente, también para la última pregunta -¿qué habrá después de la muerte?- el martirio consigue ser expresión de un sentido nuevo.
En los procesos de los mártires aparece como un leitmotiv la expresión "reunirse con el Señor". Así pues, en la muerte se encuentra la dimensión íntima de la capacidad personal de decisión. Aunque pueda parecer paradójico, la decisión más auténtica para el sujeto, y por tanto la más libre, es la de saber confiarse al misterio que se percibe. El hombre es misterio, pero comprende dentro de sí la presencia de un misterio mayor que lo abraza sin destruirlo. Fuera de este horizonte uno se convertiría en enigma insoluble; por el contrario, dentro de él se encuentra la clave para poder autocomprenderse.
El martirio, en cuanto signo del amor, es también signo de aquel que en el amor acoge el misterio del otro. En este punto ya no existen más preguntas, sino sólo la certeza de ser amado y acogido por él. La fuerza del mártir tiene que encontrarse en la conciencia de que, puesto que Cristo ha vencido a la muerte, también el que se confía a él reinará para siempre. La palma del mártir se convierte en el signo perenne de la victoria que va más allá de la derrota de la muerte.
Estos elementos que hemos descrito permiten ver el martirio como un signo importante para la búsqueda del sentido y para la credibilidad de la revelación. La muerte del mártir se convierte en signo de la naturaleza del morir cristiano: asunción de la muerte misma de Cristo en la vida, acto supremo de la libertad que introduce en el amor del Padre.
El mártir, en definitiva, es aquel que da a la muerte un rostro humano; paradójicamente, expresa la belleza de la muerte. Yendo a su encuentro, él la ve ciertamente como un momento dramático, aunque no trágico, de su existir, y sin embargo digna de ser vivida por ser expresión de su capacidad para saber amar hasta el fin.
4. PARA UNA AMPLIACIÓN DE LA IDENTIDAD DEL MÁRTIR. Una rápida panorámica sobre la historia del concepto de mártir muestra que en las diversas épocas se han expresado diferentes acentuaciones. Así, Agustín dirá que "martyres non facit poena, sed causa" (Enarrationes in Ps. 34); le hará eco santo Tomás, diciendo que "causa sufficiens ad martyrium non solum est confessio fidei, sed quaecumque alia virtus non politica sed infusa, quae finem habeat Christum"; y también: "Patitur etiam propter Christum non solum qui patitur propter fidem Christi, sed etiam qui patitur pro quocumque justitiae opere pro amore Christi" (Epist. ad Rom. 8,7). Es sugestiva la posición de Pascal: "El ejemplo de la muerte de los mártires nos afecta porque son miembros nuestros. Tenemos con ellos una vinculación; sus decisiones pueden formar la nuestra, no solamente por el ejemplo que nos dan, sino sobre todo porque han hecho posible nuestra decisión" (Pensées, 481). También es impresionante la de Kierkegaard: "Si Cristo volviera al mundo, quizá no lo habrían matado, pero se habrían burlado de él. Es éste el martirio de los tiempos de la inteligencia: ser entregados a la muerte en el tiempo de la pasión y del sentimiento"; y en otro pasaje continúa: "Ninguna vida tiene un efecto tan grande como la del mártir, porque el mártir sólo comienza a actuar después de la muerte. Así la humanidad o se adhiere a él o se queda aprisionada en sí misma" (Diario). Los manuales de teología en su definición del martirio, defenderán particularmente el motivo del odium fidei: "Teológicamente el martirio se define así: sufrimiento voluntario de la condenación a muerte, infligida por odio contra la fe o la ley divina, que se soporta firme y pacientemente y que permite la entrada inmediata en la bienaventuranza" (S. TROMP, De revelatione christiana, 348).
También el concilio ha procurado dar su propia visión teológica del martirio, en la que es fácil ver una articulación que se puede describir con estas características: en primer lugar las premisas cristológicas, luego la inserción en el escenario eclesial, después la comprobación de la especificidad del mártir creyente y finalmente la parénesis, para que todos los bautizados estén dispuestos a profesar la fe incluso con la entrega de su propia vida. "Dado que Jesús, el Hijo de Dios, manifestó su amor entregando su vida por nosotros, nadie tiene mayor amor que el que entrega su vida por él y por sus hermanos (premisa cristológica).Pues bien, algunos cristianos, ya desde los primeros tiempos, fueron llamados, y seguirán siéndolo siempre, a dar este supremo testimonio de amor ante todos, especialmente ante los perseguidores (escenario eclesial).Por tanto, el martirio, en el que el discípulo se asemeja (assimilatur) al maestro, que aceptó libremente la muerte por la salvación del mundo, y se conforma a él en la efusión de su sangre, es estimado por la iglesia como un don eximio y la suprema prueba de amor (especificidad del martirio). Y aunque concedido a pocos, todos deben estar prestos a confesar a Cristo delante de los hombres y a seguirle por el camino de la cruz, en medio de las persecuciones que nunca faltan a la Iglesia (parénesis)" (LG 42; cf también LG 511; GS 20; AG 24; DH 11.14).
Como se advierte en este texto, el Vaticano II inserta al mártir en una clara perspectiva cristocéntrica; la muerte salvífica de Jesús de Nazaret constituye el principio normativo del discernimiento del martirio cristiano. De todas formas, esta centralidad se describe con la expresión "dar la vida por los hermanos", que recuerda el texto de Jn 15,13 y permite verificar que lo que mueve al mártir a dar su vida es el amor arquetípico y normativo de Cristo. Igualmente, el recuerdo de la dimensión eclesial no hace más que subrayar la continuidad del testimonio de amor dado por el mártir para confirmar a los hermanos en la fe. Además, cuando el texto conciliar habla de la especificidad del martirio cristiano diciendo que es un "don eximio", y por tanto una gracia y un carisma dados a quien más ama, y "la suprema prueba de amor", es decir, el testimonio definitivo del amor, tanto lo uno como lo otro es visto como algo que se da en la Iglesia y para la Iglesia, para que de este modo pueda crecer "hacia aquel que es la cabeza, Cristo. Por él, el cuerpo entero, trabado y unido por medio de todos sus ligamentos, según la actividad propia de cada miembro, crece y se desarrolla en el amor" (Ef 4,15-16; cf 1Cor 12-14).
Así pues, cabe pensar que con esta descripción el Vaticano II abre el camino a una interpretación nueva y más globalizante del testimonio del mártir, con vistas a las nuevas formas de martirio a las que hoy asistimos debido a la modificación de los acontecimientos. Por tanto, es lícito pensar que con el concilio se llega a identificar el martirio con la forma del don de la vida por amor.
El texto de LG 42, anteriormente citado, no habla ni de profesión de fe ni de odium fidei; los supone ciertamente, pero prefiere hablar de martirio como signo del amor que se abre hasta hacerse total donación de sí.
Si se subraya el amor más que la fe, se comprende que es más fácil destacar la normatividad del amor de Cristo, que está en la base del testimonio del mártir; en efecto, esta forma de amor sigue siendo creíble también entre los contemporáneos, que se ven provocados por una persona en la esfera más profunda de su ser.
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