Mensaje del mundo a los banqueros: estáis en pecado mortal
Marvin Aguilar
La verdad tiene muchos en su contra, la mentira muchos a favor. Llegado el domingo y la hora de predicar, subió al púlpito el susodicho padre fray Antón Montesinos, y tomó por tema y fundamento de su sermón, que ya llevaba escrito y firmado por los demás: Ego vox clamantis in deserto.
Hecha su introducción y dicho algo de lo que tocaba a la materia del tiempo del Adviento, comenzó a encarecer la esterilidad del desierto de las conciencias de los españoles de esta isla y la ceguera en que vivían; con cuánto peligro andaban de su condenación, no advirtiendo los pecados gravísimos en que con tanta insensibilidad estaban continuamente zambullidos y en ellos morían.
Luego torna sobre su tema, diciendo así: "Para dároslos a conocer me he subido aquí, yo que soy voz de Cristo en el desierto de esta isla, y por tanto, conviene que con atención, no cualquiera, sino con todo vuestro corazón y con todos vuestros sentidos, la oigáis; la cual voz os será la más nueva que nunca oísteis, la más áspera y dura y más espantable y peligrosa que jamás pensasteis oír".
Esta voz encareció por buen rato con palabras muy punitivas y terribles, que les hacía estremecer las carnes y que les parecía que ya estaban en el divino juicio. La voz, pues, en gran manera, en universal encarecida, les declaró cuál era o qué contenía en sí aquella voz: "Esta voz, dijo él, que todos estáis en pecado mortal y en él vivís y morís, por la crueldad y tiranía que usáis con estas inocentes gentes. Decid, ¿con qué derecho y con qué justicia tenéis en tan cruel y horrible servidumbre a estos indios? ¿Con qué autoridad habéis hecho tan detestables guerras a estas gentes que estaban en sus tierras mansas y pacíficas, donde tan infinitas de ellas, con muertes y estragos nunca oídos, habéis consumido? ¿Cómo los tenéis tan opresos y fatigados, sin darles de comer ni curarlos en sus enfermedades, que de los excesivos trabajos que les dais incurren y se os mueren, y por mejor decir, los matáis, por sacar y adquirir oro cada día? ¿Y qué cuidado tenéis de quien los doctrine, y conozcan a su Dios y creador, sean bautizados, oigan misa, guarden las fiestas y domingos? ¿Estos, no son hombres? ¿No tienen almas racionales? ¿No estáis obligados a amarlos como a vosotros mismos? ¿Esto no entendéis? ¿Esto no sentís? ¿Cómo estáis en tanta profundidad de sueño tan letárgico dormidos? Tened por cierto, que en el estado en que estáis no os podéis más salvar que los moros o turcos que carecen y no quieren la fe de Jesucristo".
Finalmente de tal manera se explicó la voz que antes tanto había encarecido, que los dejó atónitos, a muchos como fuera de sentido, a otros más empedernidos y algunos algo compungidos, pero a ninguno, por lo que yo después entendí, convertido. Concluido su sermón, bajase del púlpito con la cabeza no muy baja, porque no era hombre que quisiese mostrar temor, así como no lo tenía, si se daba mucho por desagradar los oyentes, haciendo y diciendo lo que, según Dios, le parecía convenir; con su compañero se va a su casa pajiza, donde, por ventura, no tenían qué comer, sino caldo de berzas sin aceite, como algunas veces les acaecía. Salido él, queda la iglesia llena de murmullo, que, según yo creo, apenas dejaron acabar la misa.
Puédase bien juzgar que no se leyó lección de Menosprecio del mundo a las mesas de todos aquel día. En acabando de comer, que no debiera ser muy gustosa la comida, júntese toda la ciudad en casa del Almirante, segundo de esta dignidad y real oficio, Don Diego Colón, hijo del primero que descubrió estas indias, en especial los oficiales del rey y, acuerdan de ir a reprender y asombrar al predicador y a los demás, si no lo castigaban como a hombre escandaloso, sembrador de doctrina nueva, nunca oída, condenando a todos, y que había hablado contra el rey y su señorío que tenía en estas Indias, afirmando que no podían tener los indios habiéndoselos dado el rey, y éstas eran cosas gravísimas e irremisibles.
Llaman a la portería, abre el portero, le dicen que llame al vicario, y aquel fraile que había predicado tan grandes desvaríos; sale solo el vicario, venerable padre, fray Pedro de Córdoba; le dicen con más imperio que humildad que haga llamar al que había predicado.
Responde, como hombre prudentísimo, que no había necesidad; que si su señoría y mercedes mandan algo, él era prelado de aquellos religiosos y él respondería. Finalmente, comenzaron a blandear humillándose, y ruéganle que lo mande llamar, porque, él presente, les quieren hablar y preguntarles cómo y en qué se fundaban para determinarse a predicar una cosa tan nueva y tan perjudicial, en deservicio del rey y daño de todos los vecinos de aquella ciudad y de toda esta isla.
Viendo el santo varón que llevaban otro camino e iban templando el brío con que habían venido, mandó llamar al dicho padre fray Antón Montesinos, el cual maldito el miedo con que vino; sentados todos, propone primero el Almirante por sí y por todos su querella, diciendo que cómo aquel padre había osado predicar cosas en tan gran deservicio del rey y daño de toda aquella tierra.
El padre vicario respondió que lo que había predicado aquel padre había sido de parecer, voluntad y consentimiento suyo y de todos, después de muy bien mirado y conferido entre ellos. Poco aprovechó el habla y razones de ella, que el santo varón dio en justificación del sermón, para satisfacerlos y aplacarlos de la alteración que habían recibido al oír que o podían tener los indios tiranizados, como los tenían.
Convenían todos en que aquel padre se desdijese el domingo siguiente de lo que había predicado, y llegaron a tanta ceguera, que les dijeron, que si no lo hacían, que aparejasen sus pajuelas para embarcarse e irse a España. Finalmente, concedieron los padres, por despedirse ya de ellos y dar fin a sus frívolas importunidades, que fuese así en buena hora, que el mismo padre fray Antón Montesinos tornaría el domingo siguiente a predicar y tornaría a la materia y diría sobre lo que había predicado lo que mejor le pareciese y, en cuanto pudiese, trabajaría por satisfacerlos, esto así concertado, se fueron alegres con esta esperanza.
Publicaron ellos luego, o algunos de ellos, que dejaban concertado con el vicario y con los demás, que el domingo siguiente de todo lo dicho se había de desdecir aquel fraile; y para oír este segundo sermón no fue menester convidarlos, porque no quedó persona en toda la ciudad que no se hallase en la iglesia.
Llegada la hora del sermón, subido en el púlpito, el tema que para fundamento de su retractación y desdecimiento se halló, fue una sentencia del santo Job, en el cap. 36, que comienza: Repetam scientiam meam a principio et sermones meos sine mendatio esse probabo: "Tornaré a referir desde su principio mi ciencia y verdad, que el domingo pasado os prediqué y aquellas mis palabras, que así os amargaron, mostraré ser verdaderas".
Oído este su tema, ya vieron luego los más avisados a dónde iba a parar, y fue harto sufrimiento dejarlo pasar de allí. Comenzó a fundar su sermón y a referir todo lo que en el sermón pasado había predicado y a corroborar con más razones y autoridades lo que afirmó de tener injusta y tiránicamente opresas y fatigadas a aquellas gentes, tornando a repetir su ciencia, que tuviesen por cierto no poder salvarse en aquel estado; por eso, que con tiempo se remediasen, haciéndoles saber que a hombres de ellos no los confesarían, más que a los que andaban asaltando, y que publicasen esto y escribiesen a quien quisiesen en Castilla; en todo lo cual tenían por cierto que servían a Dios y no chico servicio hacían al rey.
Acabado su sermón, se fue a su casa, y todo el pueblo en la iglesia quedó alborotado, gruñendo y mucho más indignado con los frailes que antes. Peligrosa cosa es y digna de llorar mucho la condición de los hombres que están en pecados, mayormente los que con robos y daños de sus prójimos han subido a mayor estado del que nunca tuvieron, porque más duro les parece, y aun lo es, decaer de él, que echarse de grandes barrancos abajo, de aquí es tener por muy áspero y abominable oírse reprender en los púlpitos, porque mientras no lo oyen, les parece que Dios está descuidado y que la ley divina es revocada, porque los predicadores callan.
De esta insensibilidad, peligro y obstinación y malicia, más que en otra parte del mundo, ni género de gente consumada tenemos ejemplos sin número y experiencia ocular en estas nuestras Indias padecer la gente de nuestra España.
Fray Bartolomé de las Casas.
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