El cementerio londinense de Highgate tiene entre sus huéspedes distinguidos al pensador alemán Carlos Marx. Su tumba presenta como única decoración, una cabeza enorme del economista y filósofo, la cual descansa sobre una base rectangular de concreto que lleva su nombre y una inscripción en la que se lee: "Los filósofos, hasta el momento, no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, ahora de lo que se trata es de transformarlo”.
A lo largo de la historia de la humanidad, los hombres y mujeres que han impulsado los grandes cambios en el mundo han debido dejar a un lado la comodidad y la seguridad que les ha supuesto subsumirse al status quo y, desde una posición radical, asumir los retos y consecuencias de atreverse a transformar la realidad, tal como reclama la tesis XI sobre Feuerbach antes señalada.
Para ello tuvieron, necesariamente, que tomar una decisión trascendental y transformar primero sus propias vidas; debieron, entonces, “quemar sus naves”.
Según Mauricio Alarcón, cuando Hernán Cortés arribó a tierras mejicanas, realizó un verdadero acto revolucionario al inutilizar sus naves, las cuales representaban su único nexo con Europa. Y es que cuando se tiene clara la misión, no puede haber cabida para la vacilación; teniendo claro el horizonte, no puede ni debe haber marcha atrás.
Este artículo expone algunas consideraciones sobre la vida de tres figuras, a fin de reflexionar si han sido personas que “quemaron sus naves” para lanzarse a la búsqueda de una mejor sociedad y que por ello comparten un mismo espíritu de lucha: Mauricio Funes, Guillermo de Ockham y Farabundo Martí. Ellos, de una u otra manera, fueron impactados en su conciencia por las injusticias y desigualdades de su entorno y, de distintos modos, se rebelaron contra ese estado de cosas (la iglesia, la academia, el sistema político) e impulsaron el cambio.
Su cuestionamiento social y político les hizo reinventarse como personas, lanzar su vista a otras latitudes y ganar nuevas perspectivas de vida. Veamos:
Guillermo de Ockham bien pudo gozar de una vida apacible, dedicándose exclusivamente a cultivar su intelecto en el ambiente académico de Oxford, en su natal Inglaterra de fines de la Edad Media. Sin embargo su convicción de fraile franciscano –que asumía los principios de vida en extrema pobreza buscando la imitación perfecta de Cristo– le imponía una actitud diferente ante la realidad existente al interior de la Iglesia Católica.
Ockham, que sentía una pasión profunda por el estudio, la enseñanza y el conocimiento verdadero, al verse enfrentado ante la injusta acusación de herejía, transformó su vida de raíz. En lugar de agachar la cabeza y someterse a sus acusadores desafió al poder más grande de su época: el poder absoluto del Papa.
A sus 44 años, es citado a Francia –en esa época el papado no residía en Roma sino en Avigñon– para responder a las acusaciones que le había hecho Juan Letterell, el ex canciller de su universidad. El Papa Juan XXII convocó a una comisión para estudiar sus proposiciones y juzgarle. Grande fue su sorpresa cuando al enfrentarse a sus acusadores se da cuenta de que el ex canciller forma parte del tribunal que habría de juzgarlo y condenarlo.
Antes de que la condena surtiera efecto, huyó junto al general de la Orden Franciscana Miguel de Cesena, quien también estaba siendo procesado por sus opiniones sobre la pobreza evangélica.
Ockham se rebeló y enfrentó a la Iglesia Católica organizada como un Imperio y llama al Papa “sceleratissimus”: el más criminal. Desde su trinchera de intelectual desarrolló una intensa actividad de denuncia contra un papado que vivía muy alejado de las enseñanzas del “maestro”, rodeados de privilegios, en la opulencia absoluta, entre millares de sirvientes.
Ubicado en Munich, bajo el auspicio de Luis de Baviera, desencadena su lucha contra los Papas Juan XXII, Benedicto XII y Clemente VI y desarrolla sus ideas políticas, ideas verdaderamente valientes y revolucionarias para su momento, proclamando que: ninguna persona puede ser juez y parte en un mismo proceso judicial; que el poder político debe estar separado del ámbito religioso y debe residir en el pueblo; que el poder otorgado al Papa como sucesor de Cristo no es absoluto y que ese poder se ha dado en virtud del servicio que este debe brindar a la comunidad; y que en tiempo de extrema necesidad está permitido usar las cosas de otro en contra de su voluntad.
Esta visión del papel de la Iglesia, el Estado y de la sociedad se adelanta en varios siglos a pensadores como Hobbes, Rousseau, Maquiavelo y Kant y constituye una bisagra entre el Estado confesional -dependiente del poder eclesial- y el Estado laico.
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