Faramundo Agustín Martí, nació en 1893 –hacia el final del gobierno golpista y tiránico del General Carlos Ezeta, en Teotepeque, una pequeña villa que obtiene su titulo gracias a que en solamente treinta años había triplicado su población y pasando de ser considerada una zona carente de buenas tierras para el cultivo a un lugar donde se desarrollan cultivos intensivos, especialmente de productos agrícolas de primera necesidad.
Agustín creció en un país caracterizado por abismales desigualdades sociales y con una estructura de poder fundamentada en represivos gobiernos militares al servicio de una oligarquía terrateniente que el imaginario popular conoce como “las 14 familias”. A decir de T. Anderson, una típica “república banana” con la pequeña diferencia de que en El Salvador no se cultivaban bananas sino café.
Sin lugar a dudas, esa nueva relación del hombre con la tierra en la pequeña villa de Teotepeque, permitió el surgimiento de un reducido grupo de hacendados con suficiente capacidad económica y visión como para buscar una mejor educación y desarrollo para sus hijos. Este es el caso de Pedro Martí, padre de Agustín y de sus 15 hermanos y hermanas.
Don Pedro consideraba que la mejor herencia que podía dejar a sus numerosos hijos era una buena educación ya que sus tierras, una vez divididas en tantas parcelas no serían en realidad una herencia respetable para ninguna persona. Una buena profesión en cambio, les garantizaba un puesto privilegiado en la competitiva sociedad del primer cuarto del siglo XX.
Se dice que, en realidad, el verdadero apellido de Don Pedro habría sido Mártir, el cual había transformado a Martí como producto de su admiración al prócer cubano. Este hecho resulta totalmente creíble dada la práctica existente en esa época de modificar los nombres a voluntad, e ilustra la convicción humanista que debió haber inculcado a sus hijos. De hecho, el nacimiento de Agustín ocurre justo en los años cuando José Martí preparaba aceleradamente sus fuerzas para terminar con el colonialismo español en Cuba.
La lucha de José Martí había generado respeto y admiración en todo el continente. Sus ideas de una Latinoamérica unida, su visión antiimperialista y su fuerte impacto cultural no pasaban inadvertidos para los salvadoreños que a finales del siglo XIX, ya vislumbraban el giro que se produciría unos pocos años más tarde y que se definiría por completo con el asesinato del Dr. Manuel Enrique Araujo en 1913 y la instauración de la dinastía Quiñones Meléndez: triunfo del sector norteamericanizante de la oligarquía salvadoreña en detrimento de los grupos oligárquicos ligados a intereses británicos, tal como lo sostiene Menjivar Larín.
El joven Agustín, que prefería que lo llamaran por su segundo nombre y no “Faramundo” –su verdadero nombre de pila– tenía todo para haber llegado a ser un prominente abogado al servicio de la clase privilegiada, sin embargo se convierte en Farabundo –también cambió su nombre–, un militante internacionalista que no se parecía en nada al resto de sus compañeros de estudio ni a los cuadros políticos que se consideraban de izquierda en su época. Farabundo, una vez independizado de su familia, no tuvo una residencia, ni trabajo, ni estudios estables.
Después de bachillerarse de un colegio salesiano a los 16 años –muy posiblemente del Colegio Santa Cecilia, que fuera fundado en 1899– ingresó a las aulas de la Universidad de El Salvador para nunca terminar su carrera. Se sabe que fue un estudiante brillante, sin embargo los debates en los que se veía envuelto en sus exámenes orales y los choques de opinión en los que se enfrentaba frecuentemente con sus maestros, le dificultaron avanzar con éxito en su carrera.
De hecho, después de un frustrante encontronazo con sus maestros, tras comprobar que lo que se decía en los textos de leyes estaba muy lejos de la realidad de injusticia que se vivía en el país, prendió fuego a sus libros como un acto de repudio a un sistema que sentía que no lo representa, rompiendo así con su origen de clase. Llegado a este punto, para Farabundo Martí ya no había retorno posible: Farabundo había quemado sus naves.
A partir de ese momento, Farabundo Martí desarrolla una visión de la lucha muy diferente a la del resto de revolucionarios centroamericanos de los años veinte, particularmente a la de Sandino en Nicaragua y a la de Froilán Turcios en Honduras. Baste decir, como lo hace la canción, que “su mirada llegaba más allá de las montañas”.
En 1920 fue expulsado de su país por haberse negado a abandonar la cárcel en solidaridad con Luis Barrientos, a quien el régimen de Jorge Meléndez quería mantener recluido por haberse mostrado irrespetuoso con el gobernante. Después de haber viajado por Guatemala, México, Estados Unidos y Nicaragua y de haber participado organizando sindicatos, gremios estudiantiles, comunidades indígenas y de haber combatido contra la invasión yanqui en “Las Segovias”, regresó definitivamente a El Salvador, diez años más tarde.
Desde su regreso hasta su fusilamiento el 1° de febrero de 1932, vive intensamente organizando y protagonizando importantes episodios en la vida nacional, uno de los momentos culminantes fue su huelga de hambre de 31 días y que terminaría a finales de mayo de 1931, Farabundo sería recibido como un héroe popular tras la huelga. Sus múltiples apariciones y desapariciones fomentaron un halo de misterio sobre sus actividades. Tal fue el caso de su desaparición a partir su salida del Hospital Rosales tras su huelga de hambre y su reaparición el 9 de junio en una protesta en la finca Las Tres Ceibas en Armenia, por cierto, uno de los lugares donde vivió Claudia Lars.
La situación en el occidente del país era explosiva. Los pobladores enardecidos –campesinos, jornaleros agrícolas e indígenas de la zona – victimizados por décadas de injusticia y represión, y frustrados por el fracaso del gobierno de nueve meses del Ingeniero Arturo Araujo, llevarían a cabo un levantamiento insurreccional contra el tirano Maximiliano Hernández Martínez a toda costa.
Farabundo supo interpretar los acontecimientos previos al alzamiento campesino de 1932 y en consecuencia hizo lo que le correspondía a un dirigente revolucionario. En este punto es importante destacar que, como animal político –al decir de Aristóteles–, Farabundo sabía que su patria no era el territorio donde había nacido, su patria eran los hombres y mujeres, trabajadores y trabajadoras, víctimas de la injusticia y la explotación. Es por eso que en lugar de abandonar a sus compañeros a la suerte, trató de ponerse a la cabeza del movimiento, de coordinar las acciones para que se desarrollen de manera sincronizada y conseguir los pertrechos necesarios para el levantamiento. Ningún otro dirigente de la época contaba con el conocimiento estratégico y logístico, las conexiones internacionales y el arrojo personal para asumir tal misión.
Sin embargo no logró su objetivo. La debilidad organizativa del joven Partido Comunista y la falta de experiencia conspirativa de sus compañeros, junto al corto tiempo de que disponían, hizo fracasar el alzamiento. Como se sabe, Farabundo fue capturado y fusilado. Hasta el último minuto de su existencia, asumió su responsabilidad tratando de liberar a los estudiantes Luna y Zapata, acusados junto a él. Igualmente se mostró solidario con la causa de Sandino dedicando sus últimos pensamientos al General de los hombres libres. Farabundo se convirtió así, en la luz y la estrella de la lucha por la liberación en El Salvador.
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