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Benjamín Cuellar (*) SAN SALVADOR - A casi dos meses sin Fiscal General de la República, El Salvador sigue en pie. Pero en pie de guerra entre dos grupos de poder político partidista que, en favor propio y del de sus amos, siguen empeñados en controlar el aparato estatal. No hay vuelta de hoja. Y todo se complica más en la medida que las próximas elecciones presidenciales, lejanas aún para la gente racional, se acercan más para estos irracionales bandos. Ya no es posible decir que son los mismos que lucharon en la confrontación armada finalizada hace más de veinte años, porque han cambiado las formas; mucho menos se puede afirmar que luchan por las mismas causas, porque han cambiado los fondos.
Hoy son actores derivados de metamorfosis quizás jamás imaginadas, al menos hace dos décadas o tal vez más; de mutaciones caricaturescas y veleidosas pero también negadas por ciertas mentes románticas, idealistas y –por tanto– nada "pragmáticas". Conversiones producto de intereses particulares, individuales y grupales, que hoy por hoy han hecho que Sigfrido ande de la mano con Sigfredo y que los Merino se junten; giros que ya se veían venir y que han igualado a ese par en la búsqueda del fin que justifica los medios: tener el mayor poder para hacer el mejor negocio.
El país, hasta poco después de la afamada alternancia, fue considerado modelo en lo que toca a la solución negociada de un conflicto bélico interno y al cambio radical de la convivencia nacional. Lo primero sigue siendo válido; lo segundo, nunca fue cierto. A partir de un "final feliz" para la larga guerra entre la antes insurgencia y el antes Gobierno, con el concurso de actores y esfuerzos diversos nacionales e internacionales, se creyó que el futuro luminoso para esta sociedad había llegado. Era hora de desarrollar una agenda común, un "mínimum vital" de democracia en favor de la sociedad entera impulsado –buena, aunque quién sabe si generosamente– por las partes que firmaron el cese al fuego, bajo la mirada firme de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) durante sus primeros años.
Las elecciones generales del 2009, a más de diecisiete años después del "adiós a las armas", supuestamente fueron la confirmación inequívoca e incuestionable para ese organismo y para el mundo de algo: que El Salvador no había defraudado sus expectativas. Sin lugar a dudas este país y sus políticos –conductores del llamado "proceso de pacificación nacional"– valían en oro lo que pesaban ante los ojos de eso que llaman "comunidad internacional", al haber conducido las cosas hasta un punto sin retorno en lo correspondiente al respeto de los derechos humanos, su democratización y la reunificación de la sociedad.
Esos tres, junto con el final de la guerra, eran los componentes del proceso integral que acordaron comandantes y coroneles, "efemelenistas" y "areneros", en Ginebra el 4 de abril de 1990. Probablemente nadie o tal vez muy poca gente se imaginó que, con las vueltas que da la vida, iba a estar instalado ese "modelo" en el escenario actual a más de veintidós años.
Ante unas mayorías populares que están igual o peor en lo que respecta a sus condiciones objetivas y subjetivas de vida, se exhiben ahora "bodas" y "divorcios" entre dirigentes nuevos y viejos en el mercado político nacional; ante la mirada triste y desencantada de los sectores más vulnerables de la población, los politiqueros descarados dan muestras de su hipocresía y cinismo, de su "aquí mando yo" y "qué me importa la gente" envueltos en promesas de "un futuro mejor cuando seamos Gobierno".
Más allá de las pretensiones por presentar tan bien al "modelo salvadoreño", lustrado y peinado para la foto, poco a poco esa visión ha ido siendo superada por la realidad: la de los altos índices de inseguridad y violencia, de la impunidad protectora de los responsables de las graves violaciones de derechos humanos ocurridas antes y durante la guerra, de la legitimación de esas prácticas aberrantes mediante la amnistía de sus responsables y la continuidad de las mismas ya no por razones políticas, de la falta de capacidad y valentía estatal para enfrentar la corrupción y las otras formas de crimen organizado, de la deslucida alternancia en el Órgano Ejecutivo y de la impresentable gestión legislativa, acompañada de una vergonzante "justicia".
A todo lo anterior, se debe agregar un precario respeto de los derechos humanos que solo sale bien librado al comparar la situación actual con lo que ocurrió de 1992 hacia atrás, cuando el país era uno de los territorios en el mundo donde las atrocidades gubernamentales y los atropellos insurgentes –más allá del enfoque cuantitativo– eran el "pan de cada día".
Si a estas alturas ya se derrumbó el mito de ese "modelo salvadoreño", a fuerza de lo que el día a día impuso por encima de los discursos, es hora de hacer un alto en el camino aprovechando las luces que marcan en positivo el rumbo de un país que –en la región– está a la cabeza de la impunidad y a la cola del crecimiento económico. Para ello, se debe hablar claro del fondo y de la forma; de lo que está a la base de la endémica crisis nacional y de lo que se advierte en su superficie, en aras de superarla y sacarle el mejor provecho posible de cara al porvenir.
Y lo bueno de todo esto, porque lo hay, es que la gente más dañada por el mal rumbo que le impusieron al país esos que han dicho ser sus dirigentes políticos y "salvadores", puede darse cuenta –de una vez por todas– que la solución no está en uno u otro partido, en uno u otro candidato, en una u otra promesa, en una u otra alianza con uno u otro Gobierno.
La solución real está, entonces, en dejar de confiar del todo en esos actores y factores sin despreciarlos del todo; La solución real está, precisamente en la participación organizada; en la imaginación y la creatividad de un pueblo que, cansado ya de tanta deshonestidad, mentira e infamia, se decide a tomar las riendas de su destino y a hacer valer su voz, su cólera, su indignación y su fuerza para volver a ser el modelo que antes fue: el de la lucha popular creativa en aras de vivir en paz, con justicia y equidad.
PD: Me contaron hace unos días que en un país donde sus partidos practican una política "quinto mundista", alguien llegó en su carro al parqueo de su "tragicómico" Órgano Legislativo. Cuando se bajó del vehículo, un vigilante se le acercó y le dijo que no podía dejarlo ahí. "¿Por qué?", preguntó el buen hombre."Porque ya van a salir las y los integrantes de la Asamblea", contestó diligente el guardia. "No hay problema –dijo el jocoso o ingenuo visitante– ya le puse alarma y lo aseguré contra robo". Cualquier parecido, ¡es pura casualidad!
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