En una cita bibliográfica, Violeta Bonilla (1926-1999) expresa sobre el significado de la figura: “Quise representar un hombre sin ataduras, sus manos sueltas expresan la libertad intangible, y los cuatro picos del fondo representan otras cuatro naciones centroamericanas”

jueves, 11 de marzo de 2010

IMPLICACIONES POLITICAS Y CULTURALES DE LA EMIGRACION SALVADOREÑA

Observatorio Social del Agro Mesoamericano (OSAM)

http://www.redmesoamericana.net/?q=node/24

Implicaciones políticas y culturales de la emigración salvadoreña

El documento Migraciones y diversidad cultural: al encuentro de un nuevo “Nosotros”, difundido recientemente por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) proporciona un caleidoscopio del fenómeno migratorio en El Salvador. Lejos de apreciaciones simplistas, la investigación del PNUD analiza distintas aristas de un fenómeno que está cambiando radicalmente la vida nacional.

La cada vez más nutrida diáspora salvadoreña hace pensar que El Salvador es, prácticamente, un país de emigrantes. Hay culturas que se han formado a partir de los grupos de emigrantes que han entrado a sus fronteras. Por el contrario, la cultura salvadoreña está cambiando su fisonomía por la población que sale de sus confines. Entre las múltiples incertidumbres que esto plantea, se pueden hacer dos preguntas: ¿cómo se relaciona este fenómeno con las estructuras socio-políticas y económicas del país? ¿En qué forma la noción de salvadoreñidad, con todo y sus volubilidades, se está viendo alterada con la emigración? Para responder estas preguntas, estas líneas se centrarán en las implicaciones políticas y culturales de la emigración salvadoreña, según el documento del PNUD.

Un círculo vicioso

Una de las cosas que destacan en Migraciones y diversidad cultural, es el abordaje histórico de las migraciones salvadoreñas. Puede apreciarse que el éxodo de compatriotas hacia el extranjero —principalmente a los Estados Unidos y el resto de Centroamérica— no es un fenómeno reciente. Cuando se hace referencia a la diáspora salvadoreña, hay un marco de referencia inevitable: la guerra de 1980-1992. En ese período, se conjugaron los factores políticos (la represión y la guerra en vastas zonas rurales, por ejemplo) con los factores económicos, creando una ola migratoria con características muy propias. Una ola migratoria que, en los primeros años de los ochenta, constituyó paulatinamente una serie de redes de cooperación entre nuevas hornadas de emigrantes salvadoreños en los Estados Unidos y otros países. Pero ese fue uno de los tantos episodios de la emigración durante el siglo XX.

Sin embargo, como recuerda el documento del PNUD, la migración tampoco es exclusiva del siglo anterior. Más aún, los desplazamientos demográficos constituyeron la población en el territorio salvadoreño durante la época prehispánica, pues “existen investigaciones consistentes que dan cuenta sobre las migraciones desde México que ocurrieron mucho antes de la conquista y colonización europeas, y que dieron origen a la cultura que actualmente ocupa El Salvador. Otras corrientes migratorias lencas provenientes del sur se asentaron en el extremo oriental de nuestro actual territorio”.

El documento señala cuatro períodos en la emigración salvadoreña al exterior desde el siglo pasado hasta el presente: 1920-1969; 1970-1979; 1980-1991 y 1992-2005. En el período comprendido entre 1920 y 1969, “la mayoría de los migrantes salvadoreños salían del país impulsados principalmente por la falta de acceso a la tierra y de oportunidades de empleo, especialmente en las zonas rurales”. Siempre el agro ha sido el sector más golpeado por las inequidades. Durante la Segunda Guerra Mundial, los salvadoreños se fueron a Panamá y Estados Unidos. Los destinos privilegiados eran México, Centroamérica y el Caribe.

En la segunda etapa (1970-1979), se da la guerra entre El Salvador y Honduras (1969), lo que afecta gravemente la situación de los trabajadores salvadoreños en el país vecino. Nuevamente puede verse que el factor determinante es la falta de oportunidades: “debe tenerse en cuenta que la migración de salvadoreños hacia la vecina Honduras estuvo motivada principalmente por la carencia de tierras de cultivo. En algunos casos, dadas las características del territorio hondureño, era también destino de refugiados políticos y aun de delincuentes comunes”, afirma el documento.

La ruptura de relaciones diplomáticas con Honduras y el fracaso del Mercado Común Centroamericano provocó una repatriación forzada desde aquel país. La emigración a Honduras había sido, durante el tiempo que duró, una forma de aliviar la presión demográfica, política y económica. Lo mismo ocurre en la actualidad, con la emigración hacia Estados Unidos. Al volver a El Salvador, los compatriotas que vivían en Honduras eran vistos como una carga que el país no podía asumir: “miles de refugiados demandaban trabajo, servicios educativos y de salud, albergues y otros requerimientos indispensables. Ambos países se reprocharon mutuamente haber acudido a las acciones militares para tender una cortina de humo sobre los graves problemas internos que cada país enfrentaba”, señala el PNUD.

La tercera etapa se da durante el conflicto armado. Las motivaciones económicas se entremezclan con las políticas. Alternando mecanismos legales e ilegales, los salvadoreños se asilaron en EE.UU., Australia y Canadá. El flujo migratorio fue tan masivo, que obligó a cambios en las leyes migratorias estadounidenses.

Finalmente, la cuarta etapa arranca en 1992. Se trata del fin de la guerra y el inicio de la posguerra. La paz creó muchas esperanzas y logró que una buena cantidad de salvadoreños exiliados regresaran a su país. El encanto duró poco, pues “una vez pasada la burbuja de la paz, reaparecen viejos problemas tales como: la escasez de empleos atractivos, la falta de oportunidades para el desarrollo de pequeñas actividades productivas, crecientes niveles de desigualdad y el reinicio de la confrontación política. Frente a tal panorama, muchos decidieron migrar de nuevo, mientras que otros, que nunca se habían ido, optaron por buscar satisfacer sus expectativas fuera del país”.

Es importante señalar que, aunque cada período tenga características distintas (no es dable equiparar, por ejemplo, los contingentes de salvadoreños que se fueron a trabajar en el Canal de Panamá, inmortalizados por Roque Dalton en su Poema de amor, con los salvadoreños que salieron durante la guerra de los ochenta), hay algunas características comunes. Sin querer simplificar las cosas, puede decirse que el salvadoreño o la salvadoreña que abandona el país lo hace porque no encuentra oportunidades. Oportunidades para tener empleo, una vivienda digna o seguridad personal. Ya sea por motivos económicos o políticos, el denominador común es este: El Salvador no ha sido —ni es, desgraciadamente— un país de oportunidades. Al menos, no para la mayoría.

La necesidad de replantearse la identidad salvadoreña

La discusión acerca de la identidad salvadoreña ha tomado un vigor especial a partir de la posguerra. Esa identidad no ha sido monolítica y estable. Ha estado sujeta a las más variadas influencias. Transculturación y mestizaje son dos palabras que pueden caracterizar a la salvadoreñidad. La emigración intensiva ha vuelto este problema aún más complejo, al grado que muchos estudiosos plantean que ya no es válido hablar de una identidad, sino de varias identidades salvadoreñas.

Las remesas son un tema insoslayable en este replanteamiento de las identidades salvadoreñas: “aunque las remesas suelen verse únicamente como dinero, también entrañan aspectos simbólicos y culturales. No sólo reafirman las relaciones familiares y aseguran la expresividad afectiva, o promueven la diferenciación en las comunidades receptoras, sino que también representan la posibilidad de materializar proyectos que no son únicamente económicos. Las remesas están pensadas e imaginadas en términos muy concretos: las mandan ante todo ‘para los frijoles y las tortillas’, cuya significación no es directamente económica, sino cultural”.

Lo cultural no se restringe únicamente a esto. El surgimiento de pandillas salvadoreñas, que actúan de forma auténticamente transnacional, es parte del fenómeno. Estos pandilleros reivindican el ser salvadoreños frente a sus homólogos chicanos, puertorriqueños o negros. Es fácil, sin embargo, negar que esto forme parte de la identidad salvadoreña en nombre de una noción pura de salvadoreñidad, que nunca se ha dado en la vida real.

Este mosaico de aspectos, con sus interrelaciones, sus influencias, sus determinaciones, son los que conforman las identidades salvadoreñas. No sólo hay que hablar de un replanteamiento de la identidad, sino también de los espacios de lo salvadoreño. El concepto “departamento quince” alude a dos cosas. En primer lugar, a que lo salvadoreño no se constriñe únicamente al territorio nacional. En segundo lugar, ese espacio es transnacional. Es un espacio donde no hay un referente físico concreto (territorio), ni político (Estado salvadoreño), sino una comunidad de símbolos y de historias personales y colectivas, remitidas, eso sí, al espacio territorial llamado El Salvador.

Según el PNUD, deben asumirse una serie de retos. Entre ellos, asumir que El Salvador es un país diverso y que la identidad no se reduce a una suma de clisés (“somos trabajadores y nos gustan el fútbol y las pupusas”, como cita el texto). Además, estaría la aceptación de las diferencias como consecuencia de la diversidad que constituye lo salvadoreño; el repensar la identidad tomando en cuenta la globalización —un proceso mundial ante el cual no cabe cerrar los ojos, o atrincherarse en identidades tradicionales— y el fortalecimiento de los vínculos sociales.

Quizás, entre los desafíos que plantea ese nuevo “nosotros”, el más candente sea el de la aceptación de las diferencias. La transición comenzada con los acuerdos de paz no ha culminado en una democratización plena y exitosa. La violencia y la intolerancia son síntomas de las deficiencias de la convivencia social en el país. También el permanente enfrentamiento y polarización políticas son muestra que no hay dinámicas democráticas robustas para resolver los conflictos.

Esto último está conectado con el desafío de fortalecer los vínculos sociales para constituir una identidad cultural que abarque la complejidad de aspectos que la constituyen. Esto implica combatir aquellos problemas que corroen dichos vínculos “la inseguridad, la desconfianza, la violencia, la corrupción y el desencanto”, las cuales “no son inamovibles marcas de identidad. No estamos fatalmente condenados a seguir así”. ¿En qué sentido pueden contribuir los elementos culturales? “El aprendizaje y la transmisión de conocimientos y experiencias, que permiten cambiar y cualificar la convivencia y actitudes, son un asunto central de la cultura”, reza el documento.

La asunción de la complejidad de la identidad o identidades salvadoreñas es un elemento importante no sólo para ayudar a entender lo que ocurre en la cultura salvadoreña, sino también para contribuir a una forma de convivencia arraigada en el diálogo, la solidaridad y el respeto.

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